
Apenas cierras los ojos, la aventura del sueño comienza. Sueñas, no sabes muy bien por qué, con tu casa en Barcelona; un apartamento en la primera planta de un callejón al que no le entra el sol directamente, alargado como esos apartamentos que son ahora la mitad de lo que alguna vez fue un gran apartamento en todo el piso, húmedo como todos los apartamentos que están en un callejón y viejo, pero bonito y razonablemente grande. Por lo menos para las cuatro personas que viven ahí.
Sueñas, no sabes muy bien por qué, con el apartamento en el que ahora duermes. En el sueño no tienes cuerpo, te mueves como una cámara montada en un dron lo haría. Haces reconocimiento de lo que ya has visto. Los muros blancos con grumos incomprensibles, el suelo de baldosas color café, las puertas que suenan por falta de aceite. Te desplazas por un apartamento vacío; no está el mueble de la sala, ni la mesa bajera de centro con sus cuatro ceniceros y juguetes, tampoco están los muebles que hay a los lados, ni el televisor, tampoco hay nadie en ese cuarto que está al lado de la cocina y nadie entiende. No hay en la cocina cajas de cereal, ni cestas de fruta ni la mesa blanca que siempre está sucia y llena de cosas. En la casa no hay nada y recorrerla te da placer. Sonríes mientras duermes en el apartamento que recorres en sueños, vas a tu cama y no estás ahí, en tu sueño tampoco hay cama. Sonríes en tu casa, en tu cama, al lado de tu pareja.
Antes de despertar entras al baño en el sueño y lo encuentras seco y con papel higiénico y vacío y blanco. Despiertas sudando.
Miras el techo blanco con grietas marrón. Miras a tu pareja que duerme. Miras el techo de nuevo. El sueño apacible que acabas de tener te hace recordar el día en que, sin previo aviso, llegó un amigo de tu compañero de piso, con un morral enorme de “backpacker” y se sentó en el sofá y estuvo todo el día ahí, sentado, y su morral era enorme y pesado.
Recuerdas el día siguiente, cuando entraste al baño y viste dos cepillos de dientes idénticos sobre el lavamanos, y una crema dental con caracteres cirílicos al lado. Sigues con tu mirada una grieta del techo y recuerdas la tarde en la que abriste la puerta para ver otro morral enorme y pesado cargado por otro amigo de tu compañero de piso y lo ves sentado en el sofá, esperando a que llegue otro de sus amigos y el verano. Ambos llegan ese día.
El ruido de las puertas que se abren y se cierran te hace recordar que tus recuerdos son más recientes de lo que te gustaría. Miras a tu pareja dormir y eso te da calma, y te hace sonreír y por un minuto olvidas todo, hasta el sudor. Anoche, cuando llegaron a la casa se enteraron de que los nuevos compañeros de piso, que reemplazarán a uno que no se ha ido ya llegaron y comenzaron a traer sus cosas. También se enteraron de que hay dos sillas nuevas, pero no espacio para pasar entre ellas, que hay una rusa y su novio colombiano y una ola de calor que acaban de llegar y que se quedan por lo menos hasta que se acabe el fin de semana.
Decides ir a la cocina y enfrentarte a la nueva realidad en la que vives. Esquivas morrales en el pasillo, cajas en la sala, sillas cerca de las puertas, zapatos en la cocina. Sudas. Saludas personas cuyo nombre desconoces mientras haces el café en pijama.
Ves que alguien abre la puerta y se despide de ti en inglés. Lleva un morral que no es tan grande, pero no le prestas demasiada atención. La puerta se cierra. El café está listo. Mientras lo sirves escuchas el timbre. Piensas que es el que acaba de salir y abres la puerta con un saludo en inglés. Pero te contestan en español.