Pateador de piedras

Rubén
7 min readMay 26, 2021

No puedes evadir las responsabilidades para siempre, le habían dicho a Pedro ya demasiadas veces. La primera vez que lo escuchó fue de boca de su papá cuando aún le decía Pedrito. Esa mañana lo dijo su mamá, que agregó un Pedro, al final de la frase para darle un énfasis que Pedro ignoró.

Después de ignorarla se fue pateando una piedra hacia adelante. No sabía, en ese momento, que la acción era una metáfora de sus evasivas. Tampoco se había fijado en que la piedra era parte de una pared colapsada. Un escombro. No tenía mucho interés en fijarse, solo se concentraba en patearlo hacia adelante, caminar hasta él y volverlo a patear.

Pedro, escúchame, le dijo su mamá sin saber que sería lo último que le diría. No puedes seguir pateando esa piedra para siempre. Tienes que volver y hacerte cargo.

La idea le gustó tanto a Pedro que pateó la piedra con suficiente fuerza como para hacerla llegar a la cuadra siguiente y no escuchar el final de la frase de su mamá. Siguió pateando la piedra cada vez más lejos hasta que no solo la dejó de escuchar.

La mamá corrió tras él un par de calles. Pero no pudo alcanzarlo y volvió a caminar. Se aseguró a sí misma que lo encontraría en casa al llegar, que era normal que reaccionara así. Que era muy joven para entender lo que había pasado.

Pedro pasó por su casa y siguió caminando. El trozo de cemento daba saltitos de vez en cuando. La forma de rodar de la piedra, como un balón dañado que se mueve hacia donde quiere, lo alegraba. Lo hacía sonreír.

Al llegar a casa la mamá saludó en voz alta. Pedro, ya llegué. Pero solo le respondió el sonido del televisor que seguía hablando del desastre matutino. Sintió ganas de sentir algo parecido a cuando llegó a su casa y dijo en voz alta el nombre de su marido y nadie contestó. Pero no tuvo tiempo, la preocupación por su hijo lo ocupaba todo.

Pedro siguió pateando la piedra en línea recta. No sabía lo lejos que esa línea recta se extendería. Dejó su barrio, cruzó otro, llegó a un río y pateó la piedra hasta un puente, llegó a una carretera y siguió pateando la piedra en el borde, sin inmutarse por el viento que le movía la camiseta cada que pasaba un camión.

Su mamá lo esperó despierta. Al otro día salió a preguntarle a los vecinos, pero le respondieron todos con las mismas palabras: Yo lo vi patear algo y caminar. Ese es mejor que no lo encuentre ni usted. Seguro vuelve mañana. No pudo ir tan lejos… y otros comentarios de vecinos que se hacían los preocupados cuando estaban, en realidad, alegres. Volvió a su casa y llamó a la policía, ellos fingieron no entender cuando ella les dijo que su hijo había desaparecido pateando una piedra. Señora, su hijo hizo algo más que patear una piedra y nosotros ya lo buscamos pero no hubo caso, le contestaron. Llamó a las mamás de los compañeros del colegio, que no le contestaron. Y pensó en llamar a su ex esposo. Pero no lo hizo.

Decidió esperar. Decidió seguir así.

Mientras tanto Pedro seguía caminando tras su piedra. De vez en cuando dormía. Ponía la piedra en su estómago y se acostaba con las manos debajo de su cabeza. A veces llegaba a un restaurante y revisaba las mesas en las que otros habían dejado comida de la que no querían hacerse cargo y se la comía. A veces le preguntaban qué estaba haciendo, y lo seguían como si esperaran una respuesta. Pero Pedro no contestaba. Solo pateaba el escombro que perdía sus rugosidades poco a poco, con cada golpe.

Su mamá seguía esperando. Hacía llamadas, trabajaba, pegaba carteles, hablaba con gente que no le prestaba atención y volvía a la casa a ver la televisión y llorar, cada vez menos, antes de dormir.

Un día Pedro llegó a la frontera de su país y siguió caminando. Pensó que ignorar los gritos sería suficiente. Y lo fue. Cruzó la frontera ante la mirada de los policías de dos países que hablaban lenguas distintas. Los turistas que estaban esperando en fila intentaron imitarlo, los refugiados que ya habían cruzado celebraron a su nuevo héroe. Pedro solo caminaba. Pateaba su piedra y caminaba.

Su mamá, que se había cansado hacia un tiempo de explicarle a la policía la desaparición de un hijo que se fue pateando una piedra y que ya casi ni lo buscaba, lo volvió a ver una noche, mientras lloraba, en el televisor.

Había cruzado ya cuatro países. En el primero hablaron de él como algo curioso, inusual. En el segundo no se habló mucho, todos pensaban que era una broma, pero al llegar al tercer país lo recibieron miles de personas en la frontera. Había reporteros que le hacían preguntas y fotógrafos que buscaban el mejor ángulo del niño y su piedra, hombres robustos lo alzaron en brazos, los otros niños lo admiraban y había señoras que querían ser su mamá y se daban codazos para tomarse fotos con él. Algunos le pidieron que firmara las piedras que habían pateado hasta el lugar del encuentro. Pedro solo pateaba su piedra y caminaba. Saludaba, respondía, firmaba autógrafos, pero no dejaba de patear su piedra hacia adelante. Al llegar al cuarto país, eran las cámaras de televisión las que lo esperaban. Su mamá no lo podía creer. Salió a la calle, les preguntó a sus vecinos si era cierto lo que veía, llamó a su ex esposo aunque no tuviera su número y después llamó a la policía para insultarlos por ineptos y decirles que ahí estaba, que no era un invento.

Pedro, que no estaba interesado en la fama ni en las entrevistas, respondía con monosílabos a las preguntas, saludaba de la misma forma a las cámaras, a las multitudes y a los perros que se encontraba. Seguía caminando, mirando al suelo, viendo rodar el escombro liso que antes saltaba. Al llegar al quinto país era un político quien lo esperaba. Veía en el niño un ejemplo a seguir, una figura de superación, la imagen de su campaña. Lo invitó a comer al restaurante más caro de la capital, le intentó poner un traje, se hizo tomar fotos con él, llegó incluso a tomar su piedra para pintarla con los colores de su partido. Pedro se quedó mirando la mano gorda del político agarrar su piedra redondeada con bordes brillantes, levantó la cabeza por primera vez en mucho tiempo y con su mano la tiró al suelo para luego darle otra patada. Después de eso no volvió a hablar, no volvió a dar entrevistas, ni a firmar piedras, ni a saludar. Después de eso solo caminaba y silbaba para los perros que lo acompañaban durante dos o tres patadas.

Determinada en hacerlo volver a casa, su mamá tomó un mapa, trazó el recorrido que había hecho y calculó el país al que llegaría si seguía en esa línea recta. Tuvo que volver al mapa varias veces, porque no lograba ahorrar suficiente para tomar el avión que lo interceptaría, y tuvo que hacer más cálculos de los que pensó, porque la televisión ya se había cansado de él. Cada vez eran más pocos quienes lo esperaban en las fronteras.

Pedro creció pateando su piedra, tuvo que remendar un par de veces la ropa con la que se había ido, y otro par de veces tuvo que tomar lo que se encontrara para ponérselo. Le gustaba como su piedra hacia surcos en la nieve mientras rodaba, suspiraba al ver cómo levantaba hojas, le molestaba un poco que se calentara tanto con el sol.

Pasaron años en los que su mamá lo perseguía sin poder alcanzarlo, en los que comía lo que encontrara, en los que a veces, alguien se acordaba de él y se acercaba para tomarle una foto con su teléfono. Mientras pateaba su piedra se acabaron guerras y empezaron otras, se iniciaron revoluciones que no llegaron a nada, se destruyeron monumentos históricos, se llevaron presos a los iconoclastas y se inventaron el internet. Mientras pateaba el escombro, que ahora era completamente redondo y mucho más pequeño que cuando lo pateó por primera vez frente a lo que quedaba de su colegio, se olvidaron insultos y se perdonaron crímenes. Pedro pateaba su piedra sin pensar en el lugar al que llegaría. Pensaba que había logrado evadirlo todo, patear la piedra hacia adelante por siempre. En el camino su piedra había chocado con todo tipo de cosas, a veces muros, a veces personas, a veces incluso, culpas. Pero Pedro corregía la ruta, pateaba hacia un lado. Evadía.

Su mamá, que había desistido en su persecución, volvió a la casa que ahora no era su casa. Hacía unos años, desde uno de los países en los que no encontró a su hijo, decidió llamar para venderla. No tardó mucho tiempo en conseguir el dinero suficiente para seguir buscando. Volvió a la casa y vio a otra familia que comía junto a los vecinos que tanto la detestaban.

Esa misma noche fue al colegio. Se quedó mirando sus paredes de metal que reflejaban débilmente el azul de la luna. Leyó los nombres de los niños que habían muerto bajo la pared que su hijo había hecho caer. Lloró un poco. Escuchó un golpe. Se quedó ahí como si hubiera decidido que esperar era lo que iba a hacer de ahora en adelante. Las sombras tras ella se movieron delatando la llegada de otra persona. Una piedra, que en realidad era una parte de una pared colapsada, un escombro, se hizo polvo contra la estructura a la que una vez había pertenecido.

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Written by Rubén

Perdedor serial de concursos literarios.

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